En mi cuadra siempre el olor a frituras es
penetrante, y me despierta el hambre. El ruido de la gasolina quemada ameniza el
día a día de la ciudad.
Ayer una cigüeña surcaba el cielo, seguramente extraviada. Porque
en estos días contaminados es difícil ver aves de gran envergadura cruzando el
cielo capitalino.
No tengo prisa de
nada, ni de bañarme. Solo este antojo de una quesadilla de hongos en una
tortilla de maíz azul, es mi pesar. Los días pasan y todos son iguales. El
ruido de la avenida molesta a los ciudadanos de a pie, que brincan charcos y
clavan su mirada en el suelo, el caminar viendo hacia el cielo es cosa de locos
soñadores, tantas alcantarillas abiertas impiden soñar.
La cuadra está cubierta de vida, flores de todos los tamaños
y colores, vendedores ambulantes con un sinfín de mercancías apócrifas, una
viejecita es ayudada a cruzar la calle por dos de sus amigas de avanzada edad,
ante la indiferencia de la multitud. Que avanza desorganizada la única palabra
que se escucha es un “lo siento”, intercalado por un “perdón”, provocado cuando
dos hombros de extraños chocan al pasar.
Tantas historias de vivos que terminan
en ningún lugar. Tanta prisa por llegar a ver el episodio nuevo de la tele
novela, tantas ganas de llegar al motel con la amante, tantas ganas de coleccionar
ceros a la derecha en la cuenta bancaria, tantas preocupaciones importantes que
son cosa de niños tres meses después. Para terminar aquí junto a mí, en el
panteón, deseando una quesadilla de hongos y a ver visto esa coladera
destapada.
Es mi mini cuento, ayer que paseaba a la Perra por el Panteón
Francés, de esta ciudad capital. No se me tomen la vida tan enserio, nadie sale
vivo de ella.
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